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MANIFIESTO ARTEOGRAMA

DECLARACIÓN DE PRINCIPIOS A PARTIR DE UNA

ESTRUCTURA PARA "SENTIR, JUZGAR Y TRANSFORMAR".

INTRODUCCIÓN

 

El Manifiesto Arteograma surge desde una trayectoria que entrelaza la formación académica en educación y comunicación con un camino artístico paralelo, marcado por la exploración sensible de diversas manifestaciones como la pintura, la escultura, la música, la gestión cultural y la reflexión crítica sobre el arte.

Aunque su autor no proviene de una academia de arte formal, su aproximación ha sido rigurosa y sostenida, alimentada por la práctica constante, el pensamiento ético y la convicción de que el arte debe ser algo más que una mercancía decorativa: una herramienta de transformación simbólica, cultural y espiritual.

Este manifiesto no busca imponer verdades absolutas, ni competir con tratados especializados. Nace con la intención de compartir una mirada personal y crítica sobre el fenómeno artístico, una mirada que se ha gestado en el cruce entre experiencia de vida, pensamiento pedagógico y observación constante: lecturas, documentales, conferencias, conversaciones, reflexiones y también silencios.

Cada principio aquí expuesto surge de un proceso de investigación y observación constante —una práctica que encuentra eco en lo que las Investigaciones Basadas en las Artes (IBA) reconocen como formas válidas de construcción de conocimiento: la vivencia estética, el pensamiento sensible, la reflexión simbólica, el hacer artístico como indagación. 

En lugar de construir un marco teórico tradicional exclusivamente anclado en referencias externas, se ha optado por una propuesta que surge de la experiencia directa y del pensamiento vivido. No obstante, esta mirada se encuentra en diálogo con autores que han abordado el arte desde perspectivas éticas, críticas y sensibles, La intención no es replicar discursos académicos formales, sino tejer un manifiesto que parta de la experiencia como vía legítima de conocimiento, reivindicando el derecho de toda persona pensante, sensible y ética a construir sentido en el arte desde su propio lugar.

Este manifiesto está dirigido a artistas, creadores, docentes, espectadores, gestores culturales, estudiantes y a todo aquel que desee acercarse a una visión alternativa del arte: más humana, más consciente, más espiritual, más constructiva.

Su enfoque es incluyente y aplicable a cualquier manifestación artística: pintura, escultura, literatura, música, danza, cine, teatro, fotografía, performance, arte digital, multimedia, arte urbano y todas las formas que el arte adopta en el mundo contemporáneo.

El arte no necesita permisos para existir. Pero el pensamiento crítico, el juicio ético y la conciencia estética son semillas que podemos y debemos cultivar para que el arte cumpla su función más elevada: tocar al ser humano en su totalidad.

Así como las IBA cuestionan las jerarquías tradicionales del conocimiento, este manifiesto busca desdibujar los límites entre el creador, el investigador y el educador, proponiendo una ética estética viva, situada y transformadora.

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GÉNESIS DEL ARTE

EL ARTE ANTES DEL ARTE

Es muy probable que el arte haya existido desde la propia aparición del ser humano, no necesariamente como concepto, sino como parte de un sistema de equipamiento sensorial, complejo e inteligente, inherente a nuestra condición. Este sistema, conformado por componentes esenciales para descubrir, experimentar y vivir el arte, ha sido fundamental en nuestra evolución.


Desde el nacimiento, comienza la aventura humana de experimentar el extenso abanico de matices de lo agradable y lo desagradable, de lo bello y lo feo, de lo dulce y lo amargo. Aunque estos términos suelen vincularse al sentido del gusto, aquí se comprenden como una acción intelectual: una capacidad de discernimiento que sitúa al ser humano ante la aceptación o el rechazo de los estímulos. Esta respuesta, mediada por un sistema neurobiológico complejo, origina un proceso continuo de aprendizaje y autoconocimiento. Tal entramado puede entenderse como el germen del arte universal.


Desde esta perspectiva, el arte universal está compuesto por todos aquellos aspectos sensoriales que desencadenan respuestas neurobiológicas y psicobiológicas a partir de nuestra interacción con el entorno. A medida que el ser humano reconoció las posibilidades de este sistema, comenzó a explorar los sentidos y a manifestar sus emociones. Surgieron entonces las primeras expresiones artísticas: formas simbólicas nacidas de la necesidad de comunicación y expresión.


Podemos entonces distinguir dos dimensiones en el arte: el arte universal y el arte social. El primero no requiere de mediación humana para existir; es inherente a la vida misma. El segundo es fruto de la intervención creativa del ser humano, quien reinterpreta lo conocido e inspirado por la naturaleza y la experiencia, transmite emociones, ideas y discursos mediante algún soporte o medio.

Aunque el arte universal y el arte social pueden parecer dos realidades distintas, en verdad se entrelazan de manera constante. Toda manifestación artística parte, en última instancia, de la sensibilidad humana —esa brújula ancestral que permite al ser humano sentir, percibir y crear. El arte social se convierte así en una extensión elaborada del arte universal: lo simboliza, lo organiza, lo comunica. Y en el momento en que una obra social despierta una respuesta estética profunda, se reactiva la raíz universal del arte en el espectador. Es en ese instante —cuando lo cultural toca lo esencial— donde ambas dimensiones se funden y dan sentido al fenómeno artístico en su totalidad.

El arte no puede definirse sin traicionarlo, es tan vasto, tan invisible y tan esencial como aquello que algunos llaman Dios: lo intuimos en el asombro, lo reconocemos en lo inexplicable, lo experimentamos sin necesitar comprenderlo del todo.

Desde esta perspectiva, me atrevo a definir el arte como una sustancia espiritual que, en alquimia con el pensamiento, genera —a través de la conciencia— sistemas complejos de lenguajes sensibles, técnicos, simbólicos y conceptuales. Estos se manifiestan a través del equipamiento perceptivo con el que ha sido dotado el ser humano. “Tal vez definir el arte es imposible sin traicionar parte de su misterio, pero en este intento de nombrarlo, al menos nos acercamos a su latido.”

El arte no es una cosa, ni una técnica, ni un estilo, es el medio, el vehículo multidimensional, la vibración invisible que ocurre cuando lo que se expresa y lo que se percibe se encuentran en un mismo umbral: ese algo que se siente sin saberse, se comprende sin decirse, y se transforma algunas veces sin entenderse del todo.

En este marco, el gusto aparece como columna vertebral de nuestra relación con el arte. Vinculado con el sistema neurobiológico, el gusto activa sustancias químicas —como la dopamina, la oxitocina o el cortisol— que provocan respuestas afectivas, sensoriales e intelectuales. Es a través del gusto que el arte social cobra sentido, pues se convierte en una extensión emocional de lo vivido.

Contrario a ciertas posturas teóricas, considero que el arte sí es útil. Aunque no siempre responde a la lógica utilitaria tradicional, su capacidad de satisfacer necesidades espirituales, cognitivas y emocionales lo legitima como herramienta de profundo impacto humano.

En el proceso de discernimiento artístico, el gusto opera en dos planos: el gusto sensual, de raíz instintiva y vinculado a los sentidos, y el gusto intelectual, que se desarrolla mediante la experiencia, la educación y el pensamiento crítico. El primero es primario en términos evolutivos: aparece incluso en bebés, activado por estructuras como el sistema límbico. El segundo requiere lenguaje, pensamiento abstracto, marcos culturales y reflexión consciente. Ambos tipos de gusto pueden perfeccionarse y transformarse según el contexto sociocultural, nutriendo o contaminando nuestra biblioteca interna.

Antes de que una idea sea plasmada o enviada a cualquier medio o soporte, el cerebro ya ha emitido juicios gustativos. Esto demuestra que el arte sucede primero en el pensamiento, para después materializarse. A medida que el ser humano se inserta en el tejido social, tanto el gusto sensual como el gusto intelectual se transforman, moldeados por una compleja red de influencias: convenciones culturales, intereses ideológicos, entorno familiar, formación escolar, experiencias afectivas, estructuras de poder, acceso al arte, y —de forma creciente— las dinámicas digitales y de redes sociales que condicionan lo que se consume, se valida o se rechaza.

Así, el gusto no solo define nuestras elecciones estéticas y conceptuales, sino que también moldea nuestra manera de percibir, crear y significar el arte. Es una brújula sensorial e intelectual que nos conecta con experiencias que pueden ser placenteras, desafiantes o ambiguas, y que abren la posibilidad de una transformación interior.

Desde esta perspectiva, podría afirmarse que a cada tipo de gusto le corresponde un juicio: el gusto sensual se traduce en juicios estéticos, centrados en la forma; el gusto intelectual, en juicios conceptuales, centrados en el fondo. Pero el gusto también puede surgir del juicio técnico (virtuosismo) o cultural (valores compartidos).

Sin embargo, esta relación no siempre es lineal: a veces el gusto precede al juicio (“me conmovió sin saber por qué”), otras veces lo sigue (“no me gustaba, pero al entenderlo, lo aprecié”). Por tanto, el gusto puede influir, acompañar o ser consecuencia de un juicio, pero también puede aparecer de manera autónoma.

Existen obras donde estos planos se manifiestan por separado. Una sinfonía puede producir éxtasis sensorial sin que se comprenda nada de teoría musical. Una instalación conceptual puede tener un discurso profundo sin generar una experiencia estética inmediata. Lo más potente ocurre cuando ambos planos se activan en conjunto, dando lugar a experiencias artísticas completas: tanto sensoriales como intelectuales, tanto emocionales como críticas.

Mientras el juicio estético responde a la experiencia inmediata y emocional que provoca la obra —respaldada por el bagaje que cada espectador ha adquirido, ya sea de forma innata o a través de formación—, el juicio conceptual emerge del análisis, la interpretación simbólica y la reflexión crítica. Esta dualidad permite una comprensión más amplia del fenómeno artístico y refuerza la idea de que toda experiencia estética puede —aunque no necesariamente debe— estar acompañada de una decodificación conceptual.

Hay obras que cautivan por su belleza formal e intrínseca, sin necesidad de transmitir un discurso explícito; otras, en cambio, conmueven por la fuerza de su planteamiento simbólico, incluso si su forma resulta austera o provocadora. Comprender esta diferencia —y reconocer su posible complementariedad— enriquece tanto el acto de crear como el de apreciar arte.

“© René Garruña Sánchez, 2022. Obra registrada en INDAUTOR: 03-2022-012013033100-01.”

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